Navegando por la red, dí con este texto y me dí a la tarea de investigar acerca de la escritora Pilar Bellever, un texto de lectura ligera, agradable, me hizo sonreir, reir deja un muy buen sabor de boca.
Les dejo un extracto y el link a la página de la autora, no se arrepentirán de leerle.
Este texto fue publicado dentro del libro Un deseo propio, antología de escritoras
españolas contemporáneas, de Inmaculada Pertusa y Nancy Vosburg, Editorial Bruguera,
Barcelona, marzo 2009.
Madrid, primeros años del 2000
I
La primera vez que coincidimos fue por casualidad, por la tarde, al llegar yo a
casa después de trabajar, en el ascensor. Y la segunda también. Pero la tercera ya
no. Porque hasta la casualidad es una franquicia del deseo.
Ella acababa de entrar en el ascensor del garaje y había marcado el botón de su
piso, pero, cuando me vio salir del coche (qué coche tan bonito tengo, qué
poderío llevarlo, qué caro me costó, qué superficial me estoy volviendo), para
evitar que la puerta se cerrara, le puso la mano y adelantó una pierna, en esa
postura tan graciosa a la que obligan las células fotoeléctricas y que parece una
posición de baile. Así me dio tiempo a mí a llegar. Gracias. No hay de qué, voy
al sexto, dice. Yo, al octavo. Un segundo de silencio, la miro, me mira, el
ascensor empieza a subir y nosotras a bajar la vista. (Superficial no, mi coche es
caro, pero original, diferente, ni siquiera es llamativo como los deportivos de los
traficantes o como los armarios filobélicos, llenos de guardabarros, que se
compran los promotores inmobiliarios y que pi-pi-pi-piii tienen sensores
traseros para aparcar sin que sufran las cervicales).
Normalmente soy yo la que habla primero en cualquier circunstancia porque
soy esa mezcla (nada extraña, pero siempre difícil de definir) de persona sin
timidez para hablar en público, pero tímida hasta el problema en la soledad
vigilada de un ascensor, por ejemplo. Y hablo porque la timidez me hace
insoportables los silencios urbanos. La ciudad está llena de soledades vigiladas,
apenas existe la soledad real (sin presencia física de los demás).
Y por eso, porque siempre se está en compañía, hay un protocolo de comportamiento que
dicta cuándo se ha de hablar y cuándo no, según sea la distancia que nos separa
de los prójimos y el sitio en el que nos encontremos. En metros y autobuses,
pongamos por caso, no hace falta hablar ni cuando la respiración, el alma del ser
vecino, se confunde con la nuestra en una proximidad corporal tal, que sólo es
superada por quienes se están amando. Tampoco en los ascensores de empresa u
organismo. Pero la norma obliga a decir algo en el ascensor de la comunidad; y
más cuando una vecina ha detenido el curso programado de las cosas para
favorecerte. Así que, después de dar las gracias, en el segundo mudo en que
bajamos los ojos, procuré encontrar rápidamente algo ni tonto ni rebuscado que
decir. Como no lo encontré, terminé diciendo: Vaya día de tráfico, está
imposible. Sí, se acerca la Navidad y son unas fechas espantosas, dijo ella. Pero
no sólo por el tráfico, añadí yo. Y en seguida me dio ese pequeño escalofrío que
nos avisa de que podemos haber metido la pata. Me reñí: hay gente a la que le
gusta la Navidad. Pero ella no parece de ésas, me dije. ¿Que no parece de ésas?
Pues peor todavía si no es de ésas, porque entonces es de éstas, de las tuyas, de
las nuestras, y sabrá, por tanto, igual que lo sabes tú, que ya es un tópico meterse
con la Navidad. Meterse con la Navidad es un tópico tan insufrible en una
conversación, en un educado intercambio de pareceres en el ascensor, como
haber dicho, con cara de frío y de amor incondicional (y frotándote una mano
contra otra, además, frotándotelas sin parar, en redondo continuo, como hacían
las monjas, que parecía que se estuvieran poniendo eternamente crema hidratante
de las nubes del cielo; ese frotar fruicioso, lascivo, del dorso de una mano contra
la palma de la otra, que también tienen por costumbre los curas que tratan con
niños y que debería de ser estudiado como manifestación externa de alguna clase
de oculta manipulación o de deseo lujurioso amasado detrás de mil palabras
célibes) igual de tópico y un tópico igual de insufrible, sí, efectivamente, que
haber dicho, por ejemplo: son días de pasarle la bandeja de mantecados y
turroncillos a los vecinos y vecinas de tu bloque, a los amables y a los no tan
amables también, tanto a los simpáticos y bienencarados como a los siempre
malhumorados y huraños, porque son días para compartir la paz, el amor y los
buenos deseos; días en los que el alma se esponja de ternura, henchida de
felicidad, y chorrea belleza solidaria en cuanto la exprimes un poco... Si es de
las nuestras, estará igual de cansada que tú de que traten de buscar su aprobación
denostando las vulgaridades de la gente sencilla o de la gente crédula o de la
gente, simplemente; de los demás. Primero me reñí, pero al instante me eché un
cable a mí misma porque venía demasiado cansada para estar amable sin
recovecos. Traía el cerebro intoxicado de palabrería. Había pasado todo el día
fuera de la agencia, grabando las últimas cuñas de felicitación de año y las
primeras de las siguientes rebajas del equis por ciento (o de ahora sólo
veinticinco euros, sí, sólo veinticinco euros, pero, además, si te llevas dos, pagas
sólo cuarenta); y cuñas que ofrecerán revisiones gratuitas a los niños en cuanto
se reanude en enero el curso escolar (de clínicas franquiciadas para captar ojos
defectuosos o dientes irregulares ¿Y no sería un éxito también para las
franquicias de clínicas de cirugía estética una campaña de revisión gratuita de
orejas de soplillo?; porque los recreos están llenos y no conviene llegar con ellas
desabrochadas a los cástines de las operaciones triunfo del mañana adolescente,
y la adolescencia está ahí mismo ya: crecen tan de prisa y tan sin miras
propias ). Diciembre es un mes muy duro para ciertos trabajos como el mío. La
mente se acelera y se dispara y rebosa sus contenedores y chorrea, vaya si
chorrea, va por ahí chorreando su pringosa gelatina gris. Será muy valiosa, la
gelatina de la sesera, pero lo cierto es que la desperdiciamos; y parecerá
imposible sobrevivir a su derramamiento, pero sobrevivimos.
Lo que más gracia me hace de que un día reviente el mundo, es pensar en la
cantidad de cuñas y originales de prensa y vallas de exterior y de espotes que se
quedarán sin emitir habiendo sido ya previamente realizados y pagados. Si yo
fuese un cometa inteligente y vengativo, procuraría volatilizar este planeta en un
mediados de diciembre, hacia media tarde, para que el destrozo publicitario fuese
el mayor imaginable.
Sin embargo, ella dijo, a continuación, dándome la razón muy amablemente,
que sí, que son fechas espantosas no sólo por el tráfico, efectivamente, sino por
todo lo que acarrean. Acarrean , dijo, y eso me gustó. Un verbo poderoso, con
enjundia, que, salido, además, de su perfecto aspecto (blusa blanca de seda, pero
chaqueta americana arrugable y caprichosa, de un nítido color azul mecánico de
coches, precioso azul; bufanda de algo suavísimo, de las que abrigan tanto que,
al menos en París, a menudo hacen prescindible ese abriguillo chupao que se
lleva ahora, de talla tan relamida que se antoja imposible de abrochar; pantalón
vaquero de corte ajeno a los mercadillos con pespuntes de ilusionista caro, que
dibujaban por eso el leve ensanchamiento de sus caderas con la exactitud de un
fluido; cinturón de colorines andinos y zapatos cómodos, que respiran y soportan
chaparrones a pesar de no haber nacido para excursiones de montaña; bolso
grande, superviviente a la moda, de batalla cosmopolita, propio de quien sale a la
calle con las primeras luces y sabe que no volverá a casa hasta que anochezca
un verbo que, con su aspecto, digo), sonaba mejor aún, más rotundo y más
delator de la personalidad de quien lo había elegido. Sonaba a mujer que lee
libros y se le quedan; y sonaba también a sus antecedentes como jovencita
consciente de su infancia y merecedora, por eso, de una madurez sin
sometimiento a obligaciones radicales de olvido. Esto no se entiende: quiero
decir que la gente que no tiene, que no quiere tener historia; huye de palabras
como ésa, que sí la tienen, huye de modo inconsciente, como mecanismo de
defensa; y tampoco las personas inseguras de su formación cultural se atreven así
como así con palabras de tanto brillo propio.
Poco después llegamos al sexto, adiós, adiós, la puerta se abrió y ella salió y la
puerta se cerró. Ésa fue la primera vez que nos vimos y ésa fue toda la
conversación. Pero, dicho así, parece que no pasara nada y sí que pasó.
(Continúa)...
Fuente: http://www.pilarbellver.com/